viernes, 23 de noviembre de 2007

La Cultura No se Vende

La programación televisiva de los diferentes canales de aire, que a diario trasmiten a nivel nacional una variada lista de emisiones con el objetivo de entretener, ha traspasado –en forma acentuada en los últimos tiempos- el mero fin de divertir a su audiencia y proporcionar un rato ameno.

Que la “caja boba” es un término inocente para denominar a un negocio que moviliza millones diariamente, no hay duda. Esta realidad se hace evidente cuando los contenidos de dichos programas se transforman en el centro de polémicas y debates de una seriedad mucho más densa que la de los mensajes que intentan trasmitir.

La cultura siempre será un eje de interés social. Pero muchas veces, nuestra idealización de este concepto nos juega una mala pasada. Cultura no es solamente aquello que disfrutamos, ni una noción elitista que únicamente encierra lo que instruye, lo que expande nuestra capacidad de reflexión y nos brinda una nueva noción del mundo. Cultura no es únicamente lo radical, ni lo que nos conmueve o satisface nuestras necesidades existenciales.

Cultura es en realidad todo aquello que nos constituye. Desde aquel vicio ineludible de no pronunciar las últimas eses de las palabras, que forma nuestro particular dialecto rosarino, a nuestro afán de jactarnos de todas nuestras “avivadas”, que conforman la no muy bien ponderada viveza criolla argentina.

Otra característica fundamental de todo lo que encapsulamos dentro de la categoría de cultural, es su variabilidad. Así como lo sujetos sociales que la integran se encuentran en un constante proceso de evolución y cambio, la cultura dista de ser estática. Será ese uno de los motivos que los numerosos programas “de culto”, como Tato Bores, Guinzburg o Casero, los de investigación periodística, de debate político, documentales, educativos, etc, se asemejan hoy a una especie en extinción dentro de las emisiones.

Hasta los noticieros, el formato que por excelencia se ha mantenido inamovible a través de los años, podría considerarse hoy con un carácter mucho más sensacionalista y avocado a nimiedades.

La crítica, dentro de las mentes reflexivas que aún subsisten, no tarda en hacerse escuchar. La prolongada emisión durante todo el día de los acontecimientos de uno o dos programas en particular –que ya han tomado condición de noticia- genera el malestar de que verdaderamente, la programación está constituida por una o dos horas de baja calidad que se repite sin cesar.

Programación cerebral

Sin embargo, algo en nuestro análisis debemos estar dejando de lado porque, o la globalización es tan efectiva como quisieron hacernos creer que en verdad compartimos un solo cerebro entre los seis billones de personas que habitan el mundo, o los fenómenos culturales que provocan que determinadas emisiones despierten el interés general, es algo que no podemos explicar con simples juicios peyorativos.

Cuando un argentino triunfa a nivel mundial, no hacemos otra cosa que elogiar nuestra maravillosa herencia genética, que sin duda debe ser la explicación al talento inmensurable que nos define. Es que evidentemente, nosotros los argentinos siempre somos los mejores. No importa de que disciplina se trate, sea la excelencia científica, la sensibilidad de las artes o el talento atlético, enseguida nos adjudicamos tales loables virtudes como propias de nuestro pueblo, de nuestra cultura.

INFOGRAFÍA


Sin embargo, a la hora de mirar hacia dentro, podemos ser los más implacables verdugos. El debate que se genera por la baja calidad de contenidos de todos los programas propios es un buen ejemplo de nuestra profunda preocupación, que por supuesto, resolvemos con no hacer nada.

No se nos ocurre siquiera entonces, que todos aquellos programas que demuestran la creciente disminución de nuestro nivel cultural son en realidad formatos ya testeados, ya producidos, en los que el interés del público ya fue demostrado. El culebrón del jurado de Bailando por un sueño no difiere demasiado del de los de American Idol, y en el grupo de turno de Gran Hermano parecen beatos al menos, si los comparamos con los de otros países que emiten el programa.

Mal de muchos, consuelo de tontos, dice el dicho. Y no es a esto a lo que nos referimos. Pero la realidad que éstos fenómenos se expandan a nivel mundial, debería significar al menos que hay algo más en el análisis que pensar que el argentino promedio no desea ver programas de más seriedad porque se encuentra abatido por la realidad económica y social, o que el nivel educativo ha disminuido, o que han muerto las ideologías con la dictadura.

Aunque sea, como si se tratara de cualquier otra disciplina que nos enorgullece, deberíamos encontrar algo remarcable en el hecho que muchos de éstos programas, de creación enteramente autóctona, han sido vendidos y triunfado rotundamente en países de América y Europa, y que aunque el mercado se encuentre devaluado, las ideas argentinas continúen siendo material de exportación.

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